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¿Por qué todo el mundo debería viajar solo alguna vez?

Cada vez son más las personas que se lanzan a la aventura de viajar por el mundo con la única compañía de su mochila. Y sorprendentemente las mujeres son mayoría. ¿Qué es lo que impulsa a una persona a viajar sola? ¿El deseo de aventura? ¿Un nuevo rumbo en la vida? ¿Hacer amigos? ¿La búsqueda de paz interior? Los convencionalismos y el qué dirán nos suelen alejar de una experiencia tan apasionante como enriquecedora. Aquí tienes 9 conclusiones que comparten las personas que viajan solas.

1. Puedes planificar el viaje a tu gusto

Viajar solo te permite preparar tu viaje a conciencia, estudiando cada detalle. Como no tienes que compartir gustos ni preferencias puedes preparar un calendario a tu medida, visitando todos los lugares que te apetecen y realizando las actividades que más te gustan. Las semanas previas al viaje, la búsqueda de información se convierte en una tarea apasionante y al no compartir esa responsabilidad debes documentarte a fondo, por lo que vas muy preparado para tu viaje.

2. Eres dueño de tu tiempo

Cada minuto es tuyo y puedes hacer con él lo que quieres. Puedes improvisar, cambiar de plan, acelerar el ritmo, detenerte a descansar. La sensación de libertad es incomparable y aprendes a valorar mucho más el tiempo. Por ejemplo, si te gusta la fotografía puedes dedicar todo el tiempo que quieras a tu pasión sin prisas, sin mirar de reojo a los demás por si te están esperando o por si el grupo se ha alejado demasiado. Si te gusta madrugar puedes despertarte a la hora que quieras. Y si no te gusta ir de compras, puedes ahorrarte ese ritual.

3. Haces nuevos amigos

En contra de lo que pueda parecer, viajar solo es una excelente oportunidad para conocer gente. La necesidad de comunicarte te impulsa a ser más sociable y de paso a practicar tu inglés, sea cual sea tu nivel. La gente suele acercarse a ti sin reparos porque te perciben como más vulnerable. Hay mucha gente que viaja sola y suelen ser personas interesantes, la mayoría son educadas y cultas. Aprovecha los desayunos en los hoteles para entablar una conversación, las esperas en los aeropuertos o estaciones, apúntate a excursiones en grupo, y juega con los niños que te encuentres.

4. Tus experiencias son más profundas

Viajar solo te obliga a estar más presente. Tu nivel de atención se multiplica y tus sentidos se agudizan. La paz interior que experimentas te hace vivir cada momento de una forma muy especial. El silencio te acerca a lo más profundo de tu existencia y te conecta con el mundo de lo sutil. La soledad te ayuda a medir el auténtico valor de tus relaciones y cuando regresas aprecias más la compañía de tus seres queridos. Los descansos son ideales para meditar, reflexionar, leer y escribir. Viajar solo te conecta con la parte más íntima de tu ser.

5. Aumenta la confianza en ti mismo

Muchas personas dicen que ven a las personas que viajan solas como gente fracasada o que está atravesando un mal momento, pero en realidad la mayoría de las personas que dicen eso, en el fondo envidian a esos viajeros por su coraje y su libertad. Viajando solo aprendes a ser autosuficiente, te adaptas mejor a los cambios y crece tu fortaleza interior. Algunas situaciones te pondrán a prueba y las gestionarás mucho mejor de lo que te esperas. Viajar solo te obliga a salir de tu zona de confort y a enfrentarte a tus miedos e inseguridades.

6. Te conviertes en un viajero más experto

Al no contar con nadie sobre el que descargar ninguna responsabilidad o al no formar parte de un grupo que ha planificado todas las actividades, debes encontrar siempre soluciones a todos los retos que surgen: reservas, desplazamientos, hoteles, lugares que visitar, imprevistos, higiene, seguridad, etc. Aprendes trucos para desenvolverte mejor y los pones en práctica en los siguientes viajes. Con el tiempo, tu equipaje se convierte en un modelo de sencillez y eficiencia. Y verás que en cada nuevo viaje te van sobrando más cosas.

7. Controlas mejor tu presupuesto

Es cierto que viajando solo, el precio de la habitación se encarece, pero esa diferencia se compensa fácilmente. Por ejemplo, comes donde y cuando quieres, puedes incluso llevar un bocadillo en la mochila y parar a comer cuando te apetezca. Puedes alojarte en sitios muy económicos porque muchas veces sólo te detienes unas horas a dormir. No tienes compromisos que atender ni tienes que destinar dinero a actividades que no te interesan.

8. Al final del viaje te sientes más satisfecho

Aunque suene extraño, la sensación de plenitud es inmensa cuando viajas solo. Y cuando el viaje concluye, la satisfacción recorre todo tu cuerpo. En tu mente queda el recuerdo de muchos momentos inolvidables y cada experiencia supone un aprendizaje que contribuye a tu crecimiento personal.

9. Es un momento ideal para encontrar respuestas

Si necesitas deshacer un nudo gordiano en tu vida, no hay nada como pasar unos días a solas lejos de tu hogar. Las respuestas a tus dudas aparecerán en el momento justo y experimentarás una paz que te iluminará. El ruido de la vida cotidiana no nos permite ver con claridad todas las posibilidades que tenemos ante nosotros. Viajar solo te ayuda a ser quien realmente quieres ser.

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La foto que nunca existió

Cada momento de tu vida es único, desconocido, completamente nuevo. Todos los sucesos que conforman tu existencia los percibes desde una única mirada, la tuya. Y cuando los compartes con los demás ellos los reescriben y los interpretan, convirtiéndolos muchas veces en una experiencia completamente distinta.

A las seis de la mañana Ho Chi Ming es una ciudad en plena ebullición. Mientras las primeras luces de la mañana doran sus calles, miles de scooters inundan las calzadas y los mercados se engalanan para atraer a los compradores más madrugadores.

Aquella soleada mañana de otoño había salido a pasear en busca de imágenes que mi Nikon pudiera inmortalizar. Quedaban pocos días para regresar a Madrid y las sonrisas de la gente, la mirada de los niños y el arco iris de motos eran estímulos irresistibles para un aprendiz de fotógrafo como yo. Cuando desenfundo mi cámara siempre tengo la impresión de que el mundo se desacelera. Es como si todos los seres vivientes tuvieran la deferencia de ralentizar sus movimientos para facilitar mi labor. Además, a mi alrededor el sonido parece desaparecer, y la vista requiere toda la atención de mi cerebro, que ordena al resto de mis sentidos que se aletarguen. En ese estado de “cámara lenta silenciosa” mi atención se concentra en las imágenes e incluso soy capaz de estar pendiente de varios puntos de atención al mismo tiempo, por si esa imagen con la que todo fotógrafo sueña aparece de repente.

Y esa imagen apareció justo frente a mí.

A unos cinco metros una monja budista realizaba una meditación a pie en el borde de la calzada. Es un tipo de meditación que consiste en caminar muy, muy despacio, siendo consciente de cada paso, de cada contacto con el suelo. Esta práctica ayuda al meditador a tomar conciencia de sí mismo, enfocando su atención sobre su respiración, sus pensamientos y sus emociones.

Una mujer se dirigió a ella para entregarle una bolsa con comida. Tras un leve gesto de agradecimiento y con los ojos entrecerrados, la monja recogió la bolsa sin detenerse y la acercó a su pecho.

La foto que llevaba años esperando estaba ahora mismo delante de mí. Me detuve, quité lentamente la tapa del objetivo y la guardé en el bolsillo del pantalón. Aguanté la respiración y encuadré la escena a través del visor. Me sobrecogía el contraste entre el silencio de la monja y el ruido de la calle, entre su extrema lentitud y la estela multicolor de las motos, entre su sencillez y la complejidad de un entorno tan sobrecargado y diverso, entre su quietud y el ritmo frenético de los motoristas. Dos mundos opuestos se fundían frente a mí. Dos mundos de velocidades antagónicas se me ofrecían juntos en el lugar adecuado y en el momento justo. Y tenía la cámara en las manos.

De repente vi con claridad la foto en mi mente. La monja en primer término, envuelta en su manto naranja y amarillo, y tras ella, el enjambre de motos que formaba un fondo desenfocado de barras horizontales de innumerables colores. Incluso ya había pensado en el título: “Ruido y paz”.

El semáforo se puso en rojo y los motoristas frenaron uno tras otro. En pocos segundos se formó un grupo de unas cincuenta motos esperando impacientes a que el semáforo se pusiera verde. Caminé varios pasos hacia atrás para obtener el ángulo preciso desde donde pudiera ver completa la silueta de la monja y con el rabillo del ojo poder controlar el lugar que ahora ocupaban las motos. Me temblaba el pulso pero mi dedo índice estaba preparado. Las motos parecían estar dispuestas en la línea de salida de un circuito. Por fin el semáforo se puso verde. Las motos arrancaron y empezaron a desfilar tras la figura de la monja. Disparé una foto. Y otra. Y otra. Y otra. Cuando vi pasar la última moto del grupo dejé de disparar. Respiré profundamente. Estaba deseando ver las fotos en la pantalla. Entre todas las fotos que había realizado sin duda se escondía la foto de mi vida.

Mientras la monja se iba alejando muy lentamente, busqué las fotos en la pantalla. Pero sucedió algo inexplicable. No podía creerlo. Era totalmente imposible. Miré una y otra vez las fotos, en total, diez. Se me encogió el corazón. ¿Qué podría haber pasado? En ninguna de las fotos aparecía ni una sola moto. No podía ser, no podía ser. ¿Qué demonios había ocurrido? ¿Dónde se habían metido las malditas motos? ¿Por qué no aparecían en la pantalla? La foto de mi vida se había ido al traste y yo estaba tan desorientado que necesitaba sentarme. Caminé confuso hasta unas escaleras, me agarré a la barandilla y me senté. Volví a mirar las fotos, esta vez con cierto temor, sin entender nada. Las motos no estaban. Levanté la vista, miré a mi izquierda y divisé a la monja, que aún continuaba su lento caminar.

Tras unos minutos y sin dejar de mirar a la monja, conseguí tranquilizarme. Una vez más miré las fotos, esperando que las motos aparecieran, al menos en una, pero nada. Ni rastro.

De repente me asaltaron varias preguntas: ¿Realmente se puede compartir una experiencia? ¿No es cada momento de nuestras vidas un suceso personal e intransferible? ¿Dos personas que viven la misma situación la experimentan de igual manera? ¿Cuando le cuentas una experiencia a otra persona no la estás reescribiendo con tus propias interpretaciones? ¿Y que queda de tu experiencia cuando esa persona se la transmite a una tercera? Parecía como si aquella foto sólo hubiese existido en mi imaginación. Nadie salvo yo la vio. Pero te aseguro que la vi. Fue tan real como el sol que nos calienta. ¿O no lo fue?

Machu Pichu

Machu PichuLa ciudad perdida de los Incas aparece majestuosa entre la bruma de la selva tras la última curva. Había visto mil fotos, y aún así, contemplarla desde tan cerca me parecía increíble. Sólo pensar en tocar sus gruesos muros con mis propias manos me producía una emoción indescriptible…Un sueño a punto de ser cumplido.

Esta obra maestra de la arquitectura y la ingeniería se erige en medio de los Andes Peruanos, en plena selva, a 2300 metros de altitud y con más de 35.000 hectáreas de espacio protegido. Una ciudadela-santuario creada por la civilización inca desafiando a la naturaleza en medio de un paraje de ensueño flanqueado por escarpados montes y paredes verticales.

En la mítica estación de tren de Ollantaytambo esperamos impacientemente a que llegara nuestro tren. Sólo el viaje ya merecía la pena. Ante mí los bellísimos paisajes del Valle Sagrado del río Urubamba fueron dando paso, poco a poco, a la selva amazónica, impenetrable, húmeda, enigmática…

El misterio rodea la historia de Machu Pichu. Una sociedad que logró construir una obra de tal magnitud y estableció sus cultivos y casas en las pendientes más difíciles. Entre las nubes, que le confieren un halo místico, se percibe claramente el enorme área edificada en Machu Picchu: 530 metros de largo por 200 de ancho con al menos 172 recintos.

Podéis leer el artículo completo en el segundo número de nuestra revista digital gratuita, haciendo clic aquí.

Por Ernestina Rubio, Directora de No Es Utopía.

 

Reportaje Gran Cañón Estados Unidos

Planeta rojo

De norte a sur, de este a oeste, todo era rojo. Profundas grietas se extendían por los cuatro costados hasta el fin del horizonte. Como si un devastador terremoto hubiera resquebrajado súbitamente la tierra formando infinitos brazos con escarpados desfiladeros. Mi vista no se cansaba de examinar cada “cráter” como si la mente no se creyera ese paisaje de ciencia ficción que ni siquiera la imaginación había soñado. Solo el sonido del viento rompía el silencio absoluto que reinaba en ese abismo marciano. Estaba en lo alto del Gran Cañón.

¿Y si pudiéramos viajar a Marte sin salir de La Tierra? Es lo primero que pensé al llegar a la gran garganta excavada por el río Colorado en Arizona (Estados Unidos). Una maravilla de la naturaleza que te transporta a otro planeta, demasiado diferente para ser del nuestro. Imagino que esa misma impresión se llevaría la primera expedición española comandada por el explorador García López de Cárdenas al contemplar los gigantescos precipicios.

Era el año 1540 y el viaje de exploración iba en busca de las míticas siete ciudades de oro del reino de Cíbola. Sin embargo, encontraron algo mucho más extraordinario, un desfiladero fascinante, lugar sagrado para la tribu de los indios Hopi. Según su mitología fue creado por los relámpagos lanzados por dos dioses guerreros, Pokanghoya y Polongahoya. Así emergió lo que ellos consideran como su “Cuarta existencia”, de manera que el cañón es su lugar de origen.

Podéis leer el artículo completo en el segundo número de nuestra revista digital gratuita, haciendo clic aquí.

Por Olmo Rodríguez.