Querer a un animal
“Hasta que no hayas amado a un animal parte de tu alma estará dormida”
Anatolé France
Hay frases memorables que sobreviven a las generaciones, su significado es tan preciso que ninguna corriente moderna lo vuelve idiota. Amar a un animal es despertar del letargo, algo así como enamorarse, una chispa se enciende y de pronto reparas en miles de detalles que hasta entonces te pasaban inadvertidos. Y a diferencia del amor ortodoxo tiene garantía de por vida. No sé de nadie desilusionado, arrepentido por abrir su corazón a otras especies. El mundo se vuelve más grande, su dolor y su alegría. Lo habitual es que tal apertura venga dada por la convivencia con un gato o un perro, estudios arqueológicos revelan que son miles de años coexistiendo con los humanos.
Si uno arrima la oreja a un corrillo de paseantes de perros, se sorprenderá por la infinidad de paralelismos que con total naturalidad establecen entre sus animales de compañía y ellos, como si fueran un apéndice de su cuerpo. Hay psicólogos urbanitas que se escandalizan ante ciertas comparaciones humano-perrunas y no digamos si el animal es selvático, o peor aún, marino, entonces prepárense para una arenga de solemnidad. Pero no es hasta que salta la chispa que ese mundo oculto, plagado de paisajes, sale a flote.
Y cuentas las almohadillas de sus pezuñas: cinco, como los dedos de tu mano. Y cejas y pestañas que entorna cuando le vence el sueño después de adueñarse de la butaca más mullida. Le lanzas la pelota y entiendes por qué Butragueño entrenaba a fútbol con su perro: quiebros imposibles, saltos hasta morder la luna, carreras de infarto. Es un quejido que se te mete muy adentro cuando sin querer le pisas, es sentir cómo de blando sabe un beso si estás triste, un gimoteo que busca tus ojos reclamando su paseo vespertino y tú esquivas ajustándote el periódico: batalla perdida antes de ser peleada.
Invierno, domingo y por enésima vez ET tras las noticias. Cuántas veces la habréis visto. Pero te pasma que no pierda comba. ET y los chavales cruzan el cielo en bicicleta con una luna blanca y luminosa al fondo. Y otra vez tus lágrimas, y otra vez ladea la cabeza con las orejas bien arriba y te preguntas qué pensara, si el también sueña con volar.
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Por Violeta Iglesias Alonso