Planeta rojo
De norte a sur, de este a oeste, todo era rojo. Profundas grietas se extendían por los cuatro costados hasta el fin del horizonte. Como si un devastador terremoto hubiera resquebrajado súbitamente la tierra formando infinitos brazos con escarpados desfiladeros. Mi vista no se cansaba de examinar cada “cráter” como si la mente no se creyera ese paisaje de ciencia ficción que ni siquiera la imaginación había soñado. Solo el sonido del viento rompía el silencio absoluto que reinaba en ese abismo marciano. Estaba en lo alto del Gran Cañón.
¿Y si pudiéramos viajar a Marte sin salir de La Tierra? Es lo primero que pensé al llegar a la gran garganta excavada por el río Colorado en Arizona (Estados Unidos). Una maravilla de la naturaleza que te transporta a otro planeta, demasiado diferente para ser del nuestro. Imagino que esa misma impresión se llevaría la primera expedición española comandada por el explorador García López de Cárdenas al contemplar los gigantescos precipicios.
Era el año 1540 y el viaje de exploración iba en busca de las míticas siete ciudades de oro del reino de Cíbola. Sin embargo, encontraron algo mucho más extraordinario, un desfiladero fascinante, lugar sagrado para la tribu de los indios Hopi. Según su mitología fue creado por los relámpagos lanzados por dos dioses guerreros, Pokanghoya y Polongahoya. Así emergió lo que ellos consideran como su “Cuarta existencia”, de manera que el cañón es su lugar de origen.
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Por Olmo Rodríguez.