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El niño sin excursión

Después del colegio, cada día Sergio va a comer, junto a sus padres y sus hermanos, al comedor social que Mensajeros de la Paz tiene en Villaverde Alto. Le gusta ese momento, porque las mesas siempre están llenas y la gente habla y cuenta cosas. Coordinadores, voluntarios y familias usuarias se conocen desde hace tiempo, y el ruido de esos intercambios cotidianos le agrada más que el silencio de las cenas en casa, que nunca tienen invitados.

Hoy es martes y Sergio se queda al apoyo escolar. Carmina, una de las voluntarias, siempre empieza por hacerles abrir las agendas, donde tienen apuntadas las tareas. Esa tarde, se fija en que la de Sergio marca una fiesta próxima: tres o cuatros días seguidos en los que ha anotado, con mayúsculas, la palabra “puente”.

Frunce el ceño. Conoce el calendario escolar, y lo anotado por Sergio no le cuadra. “¿Y estos días qué pasa?”. “Hay puente, no tenemos cole”. Sólo unos minutos después, Carmina lo comenta a Juan y Chema, los coordinadores, sin llamar la atención delante de los demás niños. Tras hablar por teléfono con la madre de Sergio, todos lo entienden. El puente es, en realidad, una excursión. Los niños de la clase de Sergio se van a pasar unos días a un albergue de la sierra. Había que haber pagado, para ello, treinta euros al colegio. Y su madre, incapaz de asumir ese gasto, se había inventado que había un puente. Lógicamente, esos días no habría clase para Sergio. Sus compañeros estarían de convivencia, y él tendría que quedarse en casa.

La madre de Sergio quiso ocultarle a su hijo lo que no queremos llamar pobreza. Esa pobreza que no es la del Cuerno de África, sino que a veces choca, pared con pared, con nuestra casa. Pobreza que se ha quedado cronificada dentro de los domicilios de muchas familias que, en invierno, no pueden permitirse poner la calefacción, o no tienen más remedio que engancharse a la luz. Familias que en verano no tienen recursos para mandar a sus hijos de campamento. Que tampoco pueden pagar cuatro días de excursión.

“Es triste que, sin nuestra ayuda, las familias a las que atendemos no puedan comprar material escolar, reparar un electrodoméstico, pagar un recibo o costearse una formación que les permita encontrar un trabajo”, cuenta Carmen, una de las coordinadoras del Banco Solidario de Mensajeros de la Paz. Carmen no trabaja en un suburbio de Madrid, sino en pleno barrio de La Latina. Pero allí acuden, de la misma manera que a los centros de Villaverde o El Pozo, cientos de familias cada mes. “Se llevan la compra de alimentación, los productos de higiene y limpieza, los pañales del bebé…”, explica María Jesús, la otra coordinadora.

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Carmen recuerda lo que le impresionó encontrarse, pidiéndole ayuda, al hermano de alguien que había sido compañero de trabajo de su marido. El hermano de un instructor de vuelo. De esos de buen sueldo. “Me dijo que tenía dos niñas, pero que nadie de su familia le ayudaba. Ni siquiera su hermano, el instructor de vuelo. Cuando se marchó, pedí a mi marido su viejo contacto y le llamé”, explica.

Aquel trabajador aéreo le dijo a Carmen que su hermano se había portado muy mal con toda su familia. “En Mensajeros estamos para ayudar a devolver sus derechos sociales a personas que se han quedado sin ellos, sin hacer nada malo. Simplemente por haber perdido su trabajo… Y también si han hecho algo malo. No lo quiero saber. Ni yo ni tampoco lo tienen que saber esas niñas en las que no estaban pensando al negar la ayuda”, sentencia Carmen.

En España sigue habiendo 700.000 familias que no tienen ingresos. Desgraciadamente, la pobreza funciona en espiral. “Estamos abriendo una brecha entre los que vivimos cómodamente a pesar de la crisis; entre los normales y los pobres, a los que tratamos como si sus problemas no existieran”, dice Chema, uno de los coordinadores del centro de Mensajeros en Villaverde. Y, para ofrecer muestras, cuenta el caso de otro usuario de su centro. Esta vez no es Sergio, sino un señor que podría ser su abuelo.

José Luis está muy enfermo. En el hospital le han dicho que a sus pulmones no les queda mucho remedio. Es padre de diez hijos, pero por desgracia, sólo una hija se preocupa de él. Rosa cobra el REMI: cuatrocientos euros con los que no puede pagar el alquiler de su piso, atender a su hijo y además procurar que a su padre sin pensión no le falte de nada.

“Me he acabado acostumbrando a ir a preguntar por José Luis al hospital el día que veo que no viene a comer al centro”, cuenta Chema. Es una prueba irrefutable de que está pasando algo: José Luis nunca falta al comedor, porque si lo hace, no come. En su casa no tiene nada.

Dicen Juan y Chema que es más que un buen tío. Que, como no puede comprarles una colonia, algún día aparece con algo que se ha encontrado en la calle, y se lo regala. Se emociona hablando de la labor del Padre Ángel. De su ayuda constante a personas como él. Y, sólo después de esos continuos agradecimientos, antes de volver para casa, se atreve a decirle a Chema, en bajito, que duerme muy mal. Que pasa frío porque en casa no tiene manta.

Al día siguiente, en cuanto le vieron llegar, le dieron una. José Luis volvió a emocionarse. Para él, como para Sergio, el centro de Mensajeros es algo más que el espacio donde van a comer acompañados de otras personas. Es el lugar gracias al que ahora duerme arropado por la noche, en ese otro lugar donde la falta de atenciones y la pobreza se esconden, pero existen.

 

Artículo escrito por Lucía López Alonso
Responsable de prensa Fundación Mensajeros de la Paz

www.fundacionmensajerosdelapaz.com
Publicado en el nº 12 de la revista Ideas Imprescindibles