¿Sabes que hay un tesoro dentro de ti? La mayoría lo ignora. Casi todos están tan preocupados por encontrar una persona que les quiera, unos cuantos amigos con quienes salir los fines de semana, una buena formación que les permita afrontar el futuro, un trabajo para tener un lugar en la sociedad y un sueldo para comprar lo necesario que, preocupados por lo de fuera, casi nadie explora lo que tiene dentro. Algunos han oído hablar de ese tesoro y han intuido que existe verdaderamente. Cuando se han quedados absortos ante un paisaje hermoso, por ejemplo. O cuando han encontrado el amor de su vida. O incluso en algún instante durante alguna ceremonia religiosa. Pero, ¿cómo entrar en el fondo de nuestro corazón, donde, según dicen, está escondido ese fabuloso tesoro? Hay un camino: la meditación.
“Meditatio” es una palabra latina que significa stare médium, lo que traducido es algo así como “permanecer en el centro”. Normalmente estamos dispersos: en muchos sitios y en ninguno, dando vueltas y vueltas en la periferia de nosotros mismos. La meditación es un peregrinaje al centro de nosotros mismos. Allí el paisaje interior se simplifica y, de pronto, empezamos a sentirnos bien.
“Contemplatio” también es una palabra latina. Significa “estar en el templo”. Nuestro centro es un templo: ahí habita algo o alguien sagrado. Las personas religiosas lo llamamos Dios o Espíritu. Los no creyentes prefieren hablar del Misterio o del Ser. No importa cómo lo designamos: Él es igualmente operativo con independencia de nuestro lenguaje.
A lo largo de la historia y a lo ancho de la geografía del planeta, todas las religiones han buscado un acceso a este núcleo de luz que hemos llamado “el tesoro”. Algunos lo han encontrado en la naturaleza. La inmensidad de la montaña o la vastedad de un océano les han ayudado a pensar en Dios y a sentirle cerca. Otros lo han encontrado en la cultura.
Dicen que Dios se ha revelado en algunos libros, que por ello son sagrados. Pero hay una vía más sublime que no niega las anteriores, sino que las trasciende: el silencio. La razón de su excelencia radica en que va al misterio del ser directamente. No por medio de la imagen, como quienes defienden la vía natural; no por medio de la palabra, como quienes defienden la vía cultural; sino que se trata de un camino in-mediato, pero hay que aprenderlo.
Meditar es muy sencillo, lo difícil es querer meditar. Meditar, como contemplar, es tan sencillo que tendemos a desconfiar. Nos han enseñado a creer que sólo lo complicado es valioso. Pero no es así. La mayor necesidad del alma es, precisamente, la simplicidad. No todos podemos decir o escribir palabras sabias o hermosas; pero todos, en cambio, podemos meditar, es decir, silenciarnos.
Meditar no es reflexionar o pensar en asuntos trascendentes. Meditar es apartarse de los ruidos externos y, sobre todo, acallar los internos. A esta meta se llega gracias a una actitud fundamental: decidir retirarse. Podemos retirarnos cinco minutos, diez, quince… También podemos retirarnos un día, dos o incluso más.
Pero para ello hay que tener la determinada determinación de apartarse de los demás durante un rato para, precisamente, estar con nosotros mismos. A mayor desconexión con el exterior, mayor posibilidad de conexión interior. Por eso no es posible meditar con el teléfono móvil encendido.
Las fases que todo meditador debe recorrer son:
- El trabajo con el cuerpo o relajación.
- El trabajo con la mente o concentración.
- El trabajo con el alma o contemplación.
Lo primero y más básico es el cuerpo. No tenemos un cuerpo, sino que somos corporales. Sin cuerpo no seríamos seres humanos. La postura ideal para la meditación es sentado. Sea en una silla, para quienes carezcan de flexibilidad en las articulaciones; en un zafu o cojín-zen, con las piernas en la posición de loto; o en un banquito de oración, arrodillado. Lo importante es que la espalda esté erguida. Para ello ayuda meter ligeramente el mentón e imaginar que un hilo invisible tira de nuestra coronilla hacia arriba. Esto nos colocará las vértebras en su sitio de inmediato.
Junto a la espalda, en la meditación también son muy importantes las manos. El centro neurálgico del hombre está en la visión budista en el vientre, de modo que éstas se colocan a esta altura del cuerpo y en el mudra o posición de Buda, con la mano derecha bajo la izquierda y los pulgares tocándose, ni hacia arriba formando una montaña ni hacia abajo formando un valle, sino en línea recta.
El centro neurálgico en la visión cristiana del hombre está en el corazón, de modo que la postura clásica para la oración entre cristianos es con las manos unidas, recogiendo la energía de una en otra, precisamente a la altura del corazón. En la mayor parte de la iconografía cristiana, Cristo aparece con las manos a la altura del corazón y una frente a la otra. Y esa es, justamente, la postura de los sacerdotes católicos cuando celebran la Santa Misa, que es el culto cristiano por excelencia. Al igual que el mudra budista, esta postura de una mano frente a la otra favorece el recogimiento y potencia la concentración. Claro que también cabe simplemente apoyar las manos en el regazo con las palmas hacia arriba, en disposición y signo de acogida.
A causa de nuestro ritmo vital, demasiado acelerado, y de nuestras preocupaciones y tensiones, nuestro cuerpo está normalmente acartonado y rígido. Hemos de aprender por ello a distenderlo o aflojarlo. Para ello, cierra o entrecierra los ojos y estarás listo para la relajación. Si prefieres dejar los ojos entrecerrados para evitar quedarte dormido o para dominar mejor tus fantasías, no fijes la mirada en un punto. Procura que tu mirada sea abierta y blanda.
Para relajarte, imagina que un líquido tibio, brillante y agradable, al que vamos a llamar nanso, desciende muy lentamente desde la coronilla de tu cabeza hasta la planta de tus pies y que, en la medida en que lo haga, relajarás las tensiones y entrarás en un estado más profundo, más perfecto y más saludable. Imagina ya al nanso descendiendo por tu cuero cabelludo y por la frente. Borra las arrugas de tu frente. Imagina ahora que tus párpados caen pesados como dos telones. Siente en los orificios nasales el frescor de la inspiración y el calor de la espiración. El nanso está ahora en tus mejillas, en el labio superior, en la boca -puedes humedecer tus labios si lo deseas-, en la mandíbula, suelta la mandíbula. En el cuello y en la nuca. Imagina ahora al nanso tibio, agradable y brillante descendiendo por tus hombros y brazos, por el pecho –detente ahí mismo unos segundos si lo deseas-, por el estómago y el vientre, las cervicales, dorsales y lumbares, por el abdomen, el sexo y las caderas, y, por fin, por las piernas y los pies, las plantas de los pies. Ya estás en un nivel más profundo, perfecto y saludable. Toma una respiración profunda y disfruta de este estado.
Para el trabajo con la mente se procede atendiendo a la propia respiración. No fuerces tu respiración, mantén su ritmo natural y regular. La respiración es el ritmo biológico que reproduce o es análogo al ritmo espiritual por excelencia, que no es otro que el de dar y recibir: la donación y la acogida. Nuestra vida es sana si existe armonía entre ambos movimientos de este ritmo, si sabemos amar y dejarnos amar, ayudar y dejarnos ayudar. Limítate a seguir tu respiración.
Podrás concentrarte mejor, seguramente, si cuentas las respiraciones: del 1 al 10 y, llegado al 10, vuelta a comenzar.1 en la inspiración, 2 en la espiración, 3 en la inspiración, y así hasta llegar al número 10. Si te has distraído y has seguido contando, no te preocupes y vuelve al comienzo. Si logras estar en la respiración y en el centro de las palmas de tus manos, habrás logrado controlar un poco tu habitual dispersión mental.
Todas las tradiciones espirituales, orientales y occidentales, dan mucha importancia a la respiración como forma de concentración. Solamente cuando hemos alcanzado cierta familiaridad con esta fase podemos pasar al trabajo con el espíritu, lo que hemos dado en llamar “contemplación”.
En el budismo zen, al menos en algunas escuelas, llegados a este nivel suele trabajarse con los llamados koan. Un koan es una suerte de acertijo que el maestro pone a su discípulo para que trabaje en él durante la meditación, pero no para que lo resuelva, sino para que se disuelva en él. Pondré un ejemplo para aclarar el concepto. Uno de los primeros koan dice así: ¿cuál es el sonido de una sola mano? Nuestra mentalidad racional se pone inmediatamente en marcha y piensa que si el ruido de dos manos es una palmada, el de una sola será el silencio. ¡Error! El koan no pide una solución racional, sino visceral e intuitiva. El buen maestro sabe cuándo su discípulo ha desentrañado un determinado koan.
En la meditación cristiana se trabaja con jaculatorias o mantras. Un mantra es una palabra poderosa, eso es lo primero. En realidad, las palabras son siempre eficaces o poderosas. No es lo mismo lo que se genera en una persona cuando escucha: “eres un inútil”, que cuando escucha: “eres un tesoro”. A quienes dudan del poder del lenguaje, suelo aconsejarles este ejercicio: desde que te despiertes mañana por la mañana hasta que te acuestes por la noche, repite en tu interior, siempre que te acuerdes, este mantra: “soy un desastre”. Te puedo asegurar que ya por la tarde vas a empezar a sentirte mal, y que al anochecer te sentirás el hombre más desgraciado del mundo. O, por el contrario, desde que te despiertes mañana por la mañana hasta que te acuestes por la noche, repite en tu interior, siempre que te acuerdes, el mantra: “soy maravilloso”. Bastará cien o, como máximo, doscientas recitaciones para que empieces a sentir una ligera mejoría anímica. En la medida en que incrementes la recitación, el bienestar aumentará, y esto ¿qué significa? Pues que somos responsables de nuestro bienestar o malestar emocional en una medida mucho mayor de lo que imaginamos.
Pero el mantra no es sólo una palabra poderosa. También es una palabra sagrada. Una palabra es sagrada si ha servido a lo largo del tiempo para poner a las personas en relación con la trascendencia, es decir, con algo o alguien más allá de ellos mismos: algo superior, invisible, esencial, incondicional. No es lo mismo decir “guachi-guachi”, por ejemplo, que decir “Cristo-Jesús”. “Guachi-guachi” es una palabra, cierto, pero no significa nada. Con el nombre Cristo-Jesús, en cambio, millones de personas a lo largo de la historia han encontrado consuelo, fuerza y esperanza. Es una palabra cargada de significado. Tan es así que los creyentes estamos convencidos que convoca a la persona que conocemos por ese nombre.
Pero es que además de poderosa y de sagrada, el mantra es una palabra sola. Esto quiere decir que cuanto más sencillo sea el mantra que recitamos, mayores serán también sus frutos. ¿Por qué? Porque si lo que se busca es la simplicidad del corazón, es conveniente que el medio –la palabra simple- esté ajustada al fin que se propone.
Meditar o contemplar consiste, dicho en pocas palabras, en recitar atenta y devotamente tu mantra. En la medida en que estás en esa palabra y en nada más, estarás relajado, concentrado e irás entrando en tu cámara interior, en ese tesoro cuya principales perlas son la lucidez, el coraje, la alegría y la compasión.
Si eres cristiano, te sugiero el mantra “Cristo-Jesús”. “Cristo” en la inspiración y “Jesús” en la espiración, enviando a ese Jesús, mientras espiras, al centro de la tierra. No debes añadir ninguna imagen a esa palabra ni tampoco imprimir en ella alguna intencionalidad de súplica, petición de perdón o acción de gracias. La palabra es tanto más eficaz cuanto más desnuda esté de imágenes e intenciones añadidas. Si no eres creyente, en cambio, te sugiero el mantras “sí”, Recítalo lentamente en la inspiración, enviando también ese “sí” al fondo de la tierra.
Para iniciarse en la meditación, tal y como la acabo de proponer, es conveniente que te sientes en silencio y quietud al menos media hora diaria. Menos de veinte minutos es poco eficaz. Una hora de meditación en dos periodos de media hora, uno por la mañana al despertar y otro por la noche poco antes de irse a dormir, es el ideal. Por la mañana, la meditación tonifica el día, predisponiéndolo a la atención y a la receptividad. Por la noche, la meditación recoge lo que la jornada nos haya deparado, limpiándonos por dentro y predisponiéndonos a un sueño reparador. En meditación casi todo depende de la constancia. Si hacemos silencio todos los días, aprenderemos a convivir con nosotros mismos, estaremos más en paz y el mundo irá decididamente mejor.
Artículo escrito por Pablo D’Ors,
Sacerdote Jesuita, escritor y expereto en meditación
Publicado en el nº 12 de la revista Ideas Imprescindibles