Elsa llegó a nuestra vida de forma inesperada, coja, infectada de pulgas y garrapatas. Sin embargo, hoy sé que no fue casualidad que se cruzara en nuestro camino durante varios fines de semana ni que al llegar el verano aquella vecina, lejos de su intención, nos diera el soplo de que solía refugiarse del calor sofocante en nuestra calle.
Elsa caminaba deslavazada y cabecigacha, un poco al trote en cuanto alguien se aproximaba y lo sentía una amenaza. En su inconsciencia manceba a veces la veía desplomarse sobre el asfalto del cruce a la entrada del pueblo. Vete de ahí, le gritaba, acabarán atropellándote. Intuía que a pesar de carecer del porte de un perro bien cuidado era bella y decir eso me espanta: bella, otros antes también erraban con la mirada perdida. Su pelo marfil le daba un aire distinguido que chocaba con sus huesos marcados, hubiese podido contar sus costillas. Yo envolvía en servilletas de papel el pan que el camarero retiraría antes de levantarnos de la mesa para que no se los llevara, como solía hacer para los galgos, entonces la buscaba a ella, sólo a ella, y procuraba una voz amigable mientras le ofrecía un trozo de pan. Pero Elsa siempre escapaba y nunca volvía.
Entonces, aquel fin de semana, su último fin de semana, J me lo dijo: la galguita de piel clara está herida, camina a tres patas. Una negrura espesa se adueñó de mí como cuando te dan una muy mala noticia. ¿Sabes de qué hablo? Sí, esa tristeza profunda que no se va en días y todo lo enturbia da igual lo que hagas, una almendra amarga que te ensucia la boca y adultera el sabor de todas almendras dulces. Pillé unas lonchas de embutido y salí en su busca silbándola por los aledaños de la casa, como se llama a quien no tiene nombre, y la encontré tirada en la parte posterior cobijada a la sombra de un sol demasiado amarillo. Repetí señuelo de voz amiga y le ofrecí lo que más podía desear, ella hizo lo propio, huir, esta vez con su pata colgando. Pero vaya cómo corría. Al anochecer bajé a la plaza por si había suerte. La plaza hervía de niños, juegos y risas, de abuelos sentados en los bancos apurando la vida y padres tranquilos que charlaban al fresco, de chopos exuberantes que formaban una hilera misteriosa al final de la plaza, un paseo que de noche se hacía más apetecible. Y de entre el follaje bucólico ella, con sus huesos y su pata colgando, sus pulgas y sus garrapatas, invisible a sus ojos, sus risas y sus charlas distendidas. Otro galgo más que no resistiría hasta el invierno pero otros jóvenes reemplazarían en el paisaje de no pasa nada. Y maldije las risas, los juegos, los ojos invisibles, la chopera misteriosa. Maldije al pueblo entero y maldije aquel verano. Podía morir allí mismo que nadie lo advertiría.
¡Tienes que cogerla, tienes que cogerla o no haberme dicho que estaba herida!, supliqué a J. A la mañana siguiente me fui a la piscina por si algo del bullicio me disipaba la negrura, pero fui incapaz de sostenerme en el agua o leer dos líneas seguidas tumbada en la hierba. Miré el móvil, J me había llamado de forma insistente y rogué que me hablara de ella. Al otro lado, sereno, me preguntó qué tal e impaciente respondí ¿todo bien?. Tengo a la galguita, venimos de la veterinaria, me dijo. ¿Tiene la pata rota?, la impaciencia me ahogaba. No, sólo un poco magullada la pezuña, -J, como siempre, tan comedido en las desgracias-.Y la negrura se fue de repente igual que vino, en ese juego de estados de ánimo que se trae la vida. Eres mi héroe, le dije, y me di el largo baño que no había podido.
Nunca subir la cuesta y torcer la esquina hasta la casa me produjo tanta excitación. Cuando la vi sujeta a la verja con el arnés ya puesto y el vendaje de su cura como una pelota de tenis sentí que ya era alguien y no de la calle. Las pulgas campaban a sus anchas entre su pelo y nidos de garrapatas formaban manchas oscuras como de petróleo. Me dio grima y pensé que no sería capaz de meter mano a aquellos gusarapos – por suerte, J, no es aprensivo ni a los insectos ni a nada que no suponga un peligro de verdad-. Desparasitarla era algo para lo que no estábamos preparados y diseñamos un plan sobre la marcha. Le di mi maxitoalla de piscina para que la envolviera entera y la subió en brazos a la terraza, antes había comprado champú para perros y cepillos en los chinos -qué bueno que unos chinos se instalaran en aquel pueblo donde parecía se acaba el mundo, no había nada más abierto que los bares- y con la manguera la bañamos siete veces y media. Cómo temblaba de frío y miedo, se trastabillaba cojita queriendo zafarse del suplicio. Aquellos bichos oportunistas se resistían a abandonarla y se los fui arrancando entre el asco y el deber de hacerlo. No podía levantar las orejas; las costras viejas, llagas y garrapatas vivas las mantenían pegadas a su cabeza. Por supuesto, no todas se fueron por el desagüe, eso llevó días. El vendaje quedó hecho trizas tras los múltiples baños y entonces pude verle la herida, tenía la pezuña raída, en carne viva e inflamada. A saber dónde la metió o qué fechoría le hicieron. ¿Cómo la cogiste? Tienes algo especial con los animales, lo sabes ¿verdad?, dije a J. Estaba tirada en la acera y se dejó coger sin más, creo que se había abandonado a su destino.
Los vecinos murmuran que la llevamos con nosotros a la ciudad. Era del pueblo y las cosas del pueblo no se tocan aunque sea una mierda o un pedrusco o un animal malherido que hubiera muerto al poco.
Que murmuren, si le dieran la oportunidad de volver, dudo que lo hiciera.
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Elsa pertenece a uno de esos pueblos castellanos donde los galgos vagan esqueléticos, huidizos o aúllan en cheniles entre escombros y unos mendrugos de pan y agua sucia… cuando toca, hasta que la muerte les gana la lucha.
Es raro que sobrevivan más allá de un año, las temperaturas extremas acaban con ellos apenas entrada la adolescencia, “La flor nunca cumple un año y lo cumple bajo tierra”. No son apocados ni recelosos por naturaleza, según la creencia popular, reciben golpes y patadas o como poco los apartan a voces o amenazan con el palo de la escoba al pasar junto a las casas. En ocasiones su lamento es un adagio que arrasa el pueblo capaz de convertir una noche estrellada en la más triste del mundo.
La Asociación Baasgalgo se ha hecho cargo de su adopción futura. Somos su casa de acogida hasta su total recuperación. Poco a poco le ha ido naciendo la piel que le faltaba y la infección ha remitido. Dio dudosa en Leishmania para lo que también recibe tratamiento Elsa acabará en los brazos amorosos de una familia belga, holandesa, estadounidense o en algún valle de la majestuosa Canadá.
Por Violeta Iglesias Alonso
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