Cada momento de tu vida es único, desconocido, completamente nuevo. Todos los sucesos que conforman tu existencia los percibes desde una única mirada, la tuya. Y cuando los compartes con los demás ellos los reescriben y los interpretan, convirtiéndolos muchas veces en una experiencia completamente distinta.
A las seis de la mañana Ho Chi Ming es una ciudad en plena ebullición. Mientras las primeras luces de la mañana doran sus calles, miles de scooters inundan las calzadas y los mercados se engalanan para atraer a los compradores más madrugadores.
Aquella soleada mañana de otoño había salido a pasear en busca de imágenes que mi Nikon pudiera inmortalizar. Quedaban pocos días para regresar a Madrid y las sonrisas de la gente, la mirada de los niños y el arco iris de motos eran estímulos irresistibles para un aprendiz de fotógrafo como yo. Cuando desenfundo mi cámara siempre tengo la impresión de que el mundo se desacelera. Es como si todos los seres vivientes tuvieran la deferencia de ralentizar sus movimientos para facilitar mi labor. Además, a mi alrededor el sonido parece desaparecer, y la vista requiere toda la atención de mi cerebro, que ordena al resto de mis sentidos que se aletarguen. En ese estado de “cámara lenta silenciosa” mi atención se concentra en las imágenes e incluso soy capaz de estar pendiente de varios puntos de atención al mismo tiempo, por si esa imagen con la que todo fotógrafo sueña aparece de repente.
Y esa imagen apareció justo frente a mí.
A unos cinco metros una monja budista realizaba una meditación a pie en el borde de la calzada. Es un tipo de meditación que consiste en caminar muy, muy despacio, siendo consciente de cada paso, de cada contacto con el suelo. Esta práctica ayuda al meditador a tomar conciencia de sí mismo, enfocando su atención sobre su respiración, sus pensamientos y sus emociones.
Una mujer se dirigió a ella para entregarle una bolsa con comida. Tras un leve gesto de agradecimiento y con los ojos entrecerrados, la monja recogió la bolsa sin detenerse y la acercó a su pecho.
La foto que llevaba años esperando estaba ahora mismo delante de mí. Me detuve, quité lentamente la tapa del objetivo y la guardé en el bolsillo del pantalón. Aguanté la respiración y encuadré la escena a través del visor. Me sobrecogía el contraste entre el silencio de la monja y el ruido de la calle, entre su extrema lentitud y la estela multicolor de las motos, entre su sencillez y la complejidad de un entorno tan sobrecargado y diverso, entre su quietud y el ritmo frenético de los motoristas. Dos mundos opuestos se fundían frente a mí. Dos mundos de velocidades antagónicas se me ofrecían juntos en el lugar adecuado y en el momento justo. Y tenía la cámara en las manos.
De repente vi con claridad la foto en mi mente. La monja en primer término, envuelta en su manto naranja y amarillo, y tras ella, el enjambre de motos que formaba un fondo desenfocado de barras horizontales de innumerables colores. Incluso ya había pensado en el título: “Ruido y paz”.
El semáforo se puso en rojo y los motoristas frenaron uno tras otro. En pocos segundos se formó un grupo de unas cincuenta motos esperando impacientes a que el semáforo se pusiera verde. Caminé varios pasos hacia atrás para obtener el ángulo preciso desde donde pudiera ver completa la silueta de la monja y con el rabillo del ojo poder controlar el lugar que ahora ocupaban las motos. Me temblaba el pulso pero mi dedo índice estaba preparado. Las motos parecían estar dispuestas en la línea de salida de un circuito. Por fin el semáforo se puso verde. Las motos arrancaron y empezaron a desfilar tras la figura de la monja. Disparé una foto. Y otra. Y otra. Y otra. Cuando vi pasar la última moto del grupo dejé de disparar. Respiré profundamente. Estaba deseando ver las fotos en la pantalla. Entre todas las fotos que había realizado sin duda se escondía la foto de mi vida.
Mientras la monja se iba alejando muy lentamente, busqué las fotos en la pantalla. Pero sucedió algo inexplicable. No podía creerlo. Era totalmente imposible. Miré una y otra vez las fotos, en total, diez. Se me encogió el corazón. ¿Qué podría haber pasado? En ninguna de las fotos aparecía ni una sola moto. No podía ser, no podía ser. ¿Qué demonios había ocurrido? ¿Dónde se habían metido las malditas motos? ¿Por qué no aparecían en la pantalla? La foto de mi vida se había ido al traste y yo estaba tan desorientado que necesitaba sentarme. Caminé confuso hasta unas escaleras, me agarré a la barandilla y me senté. Volví a mirar las fotos, esta vez con cierto temor, sin entender nada. Las motos no estaban. Levanté la vista, miré a mi izquierda y divisé a la monja, que aún continuaba su lento caminar.
Tras unos minutos y sin dejar de mirar a la monja, conseguí tranquilizarme. Una vez más miré las fotos, esperando que las motos aparecieran, al menos en una, pero nada. Ni rastro.
De repente me asaltaron varias preguntas: ¿Realmente se puede compartir una experiencia? ¿No es cada momento de nuestras vidas un suceso personal e intransferible? ¿Dos personas que viven la misma situación la experimentan de igual manera? ¿Cuando le cuentas una experiencia a otra persona no la estás reescribiendo con tus propias interpretaciones? ¿Y que queda de tu experiencia cuando esa persona se la transmite a una tercera? Parecía como si aquella foto sólo hubiese existido en mi imaginación. Nadie salvo yo la vio. Pero te aseguro que la vi. Fue tan real como el sol que nos calienta. ¿O no lo fue?