Arte, publicidad y sociedad

El hombre, a lo largo de la Historia, ha sabido aprovechar la fuerza del medio de comunicación que es la imagen. Se planteó su eficacia ante la sociedad y la utilizó – y la sigue utilizando – con fines instrumentales al servicio de la economía, la autoridad, el poder y el prestigio.

 

 

Paralelamente, la necesidad de comunicación interhumana creó el lenguaje, cuya finalidad puramente funcional fue pronto trascendida, para pasar, a través de su transmisión hablada o escrita, a formar parte de los instrumentos de influencia de unos seres humanos sobre otros. La Historia del Arte recoge ambos. El primero a través de las artes plásticas (pintura, escultura, arquitectura), el segundo, por medio de la literatura.

Durante milenios, el sacerdote primero, los artesanos después y finalmente los artistas, fueron los responsables de crear, diseñar y realizar los repertorios iconográficos del arte-publicidad.

La Revolución Industrial determinó que, a partir de mediados del s. XIX, los esquemas anteriores sufrieran un cambio importante.

Al incrementarse la producción se aseguraron los niveles de subsistencia, se crearon excedentes y se produjo un crecimiento demográfico. Los transportes se desarrollaron, cuantitativa y cualitativamente, y los mercados se aproximaron. Como consecuencia, no sólo aumentó de una forma natural la capacidad de consumo, sino que hubo, a partir de entonces, que fomentarla.

A lo largo de todo este proceso los artistas, que en un principio proyectaron servirse de la industria para llevar a cabo una educación estética de la sociedad, acabaron por “ser utilizados”, absorbidos por esa industria, para mejorar la estética de los productos y lograr una mejor difusión y divulgación de los mismos.

Así, en un proceso de especialización similar al desarrollado en todas las disciplinas humanas, el arte, y sobre todo los artistas como expertos en fijación y transmisión de códigos, fueron diversificando su actividad y concretándola, finalmente, en parcelas de actividad que acabaron por tener una entidad propia y diferente del tronco del que partieron. La fotografía y el cine ampliaron la gama de posibilidades materiales de fijación de imágenes y, con todo, se produjo un cambio profundo en los esquemas que habían venido imperando durante siglos.

De esta forma, la publicidad se separó del arte, o más bien, algunos artistas comenzaron a dedicar sus esfuerzos creativos, en exclusiva, a estas nuevas actividades.

 

 

Si el arte tuvo siempre un “valor de uso” estético-social, con una función de transmisión de códigos y valores y un “valor de cambio” con función de signo distintivo y mercancía, a lo largo del siglo XX, fue perdiendo progresivamente la primera de dichas funciones.

Y ese “valor de uso”, conformador de hábitos y arquetipos, reside hoy en las ramas desgajadas del tronco del gran arte tradicional: en el cine, la fotografía, en la televisión, en el diseño, y en la publicidad, que agrupa a todos ellos, los instrumentaliza y los convierte en propuesta de consumo con la fuerza de la repetición sistemática, de la redundancia, como principio básico de su eficacia comunicacional.

“Los publicitarios – como señaló Jesús Ibáñez – crean y crean como los artistas, nada menos que mundos. Pero a diferencia de los mundos que crean los artistas, los mundos que crean los publicitarios son mundos reales, o, más exactamente, inyectan componentes imaginarios en el mundo real. Recrean continuamente el mundo real”.

Un mundo, mejor, unos mundos, que proyectan los escenarios virtuales de los deseos del ciudadano medio. En ellos no sólo se representan objetos, productos, sino sobre todo relatos, modos de vivir, en los que la marca, los productos que ostentan esa marca, se acaban convirtiendo en señal de identidad de una persona, un grupo o un país. Una nueva economía construida sobre nuevas tecnologías, en la que empresas y negocios carecen de pasado, y cuyo futuro, por interesante que sea, sólo existe en estado de promesa. Su única realidad es el presente. Sólo presente. Sus activos no son fábricas, ni edificios, ni complicadas maquinarias. Sus activos son ideas, nuevas tecnologías, proyectos, sueños. Un nuevo mundo que se construye básicamente online y en el que las redes sociales ocupan un lugar preponderante. De ahí su necesidad de comunicación, porque sus instalaciones fabriles, sus productos, son prácticamente intangibles para una mayoría de los ciudadanos y sólo pueden ser valorados, en consecuencia, a través de la imagen que se construya desde la comunicación, las nuevas tecnologías, desde la publicidad.

 

 

La publicidad es un tipo de cultura, con patrimonio propio y conciencia de sí misma, que construye mundos simbólicos, escenarios virtuales de mundos proyectados, deseados, que acaban por convertirse en modelos de estilos de vida y en formas de vivir.

Jesús Ibáñez, el único sabio verdadero que he conocido, describió así este proceso:
“En el capitalismo de producción, la publicidad era referencial, los mensajes se referían a los objetos que anunciaban. En el capitalismo de consumo, la publicidad es estructural, los mensajes se combinan entre sí. Por una parte, los objetos anunciados se transforman en mensajes: en meros signos. Por otra parte, se invierte la relación entre objeto y mensaje: el mensaje no habla del objeto, el objeto habla del mensaje. La marca de un producto no marca al producto, marca al consumidor como miembro del grupo de consumidores de la marca. El objeto se transforma en mensaje”.

Por ello, analizar hoy la publicidad de un período histórico, de un país, es contemplar, de forma privilegiada, la dimensión simbólica de la sociedad que la produjo, la cultura sobre la que se construyó la identidad histórica de esa comunidad. Así lo intuyó McLuhan cuando escribió: “Historiadores y arqueólogos descubrirán un día que los anuncios de nuestro tiempo son el reflejo cotidiano más rico y más fiel que sociedad alguna haya producido de la totalidad de sus actividades”.

 

Teo Marcos • Consultor de comunicación e imagen Marcos&Asociados.