Los derechos humanos ya no bastan
No hay duda que son una gran conquista de la humanidad. Desde hace tan solo 70 años, una parte infinitesimal de nuestra historia, se han codificado de forma bastante completa y han adquirido cierta fuerza de ley universal. A pesar de ello, se encuentran en una encrucijada.
El horizonte de los derechos humanos está plagado de amenazantes nubarrones. Ver los telediarios en estos tiempos me hacen sentir una gran inquietud. Estoy seguro de que a ti te pasará lo mismo. No es ya que predominen las noticias negativas. Ya sabemos que los editores las prefieren porque consideran que con ellas ganan más audiencia. Es porque algunas de esas malas noticias, interpretadas con la ayuda de análisis de fondo, producen una gran desazón.
Vemos, por ejemplo, una ola de frío polar que ha asolado una parte de los EE.UU., huracanes con furia inaudita y muchos otros fenómenos climáticos inusuales. También en nuestro país. Son los síntomas de un planeta herido por la huella humana. Empezamos a acostumbrarnos a los desbordamientos de ríos y los grandes los incendios forestales.
Escuchamos decir a Oxfam Intermón en un informe que las 26 personas más ricas del mundo poseen tanto como los 3.800 millones de personas más pobres. Que en algunos países los pobres pagan, en términos porcentuales, más impuestos que los ricos. Es escandaloso. Pero nuestra indignación se atempera enseguida. A estas alturas poco nos causa asombro.
Cambio climático y desigualdad son los dos principales factores de resentimiento y violencia. Dentro de los países y entre naciones. Eso, además de las víctimas directas que provocan los desastres naturales y la pobreza.
Son retos muy complejos que requieren soluciones valientes y colaborativas. Pero si contemplamos el panorama del liderazgo político mundial nos es difícil ser optimistas.
En lugar de espíritu de cooperación, se esgrimen ideas divisivas. “América primero”, proclama Trump. Y no le faltan imitadores en otros países.
Otros discursos alimentan sencillamente el odio. Rechazan el mestizaje, la igualdad de hombres y mujeres, la diversidad sexual, etc. Ideas que calan con facilidad en las mentes de las clases medias y trabajadoras empobrecidas, temerosas de no ser capaces de reconvertirse ante cambios económicos y tecnológicos que no pueden asimilar, que están rabiosas por la sangrante desigualdad, que están asqueadas del cinismo y la corrupción de la política.
Es este contexto es fácil echar la culpa de estos males a los nuevos chivos expiatorios: las personas que huyen de las persecución en sus países, las que anhelan un poco de la prosperidad de las sociedades más desarrolladas, los periodistas críticos, quienes profesan otras religiones que se ven como una amenaza para la identidad de la nación…
La lucha contra el calentamiento global del planeta es una carrera contrarreloj para la que ya queda poco tiempo antes de que tengamos que resignarnos a padecer la furia de la Naturaleza con la misma actitud con la que estábamos habituados a recibir el cambio de estaciones. Unida al gran crecimiento demográfico creará un cóctel explosivo de migraciones que no podrá detener ningún muro ni ninguna alambrada. El miedo a estas “invasiones” prenderá como la pólvora entre las personas que no tienen empleo o que viven en una precariedad crónica. Muchas temen que su identidad nacional se disuelva en una sociedad multicultural.
El marco legal de los derechos humanos corre el riesgo de ser desbordado por la fuerza de la desesperación de unos y el miedo de los otros. Si ello sucede, imperará la ley de la selva. Hay líderes políticos que, lejos de esforzarse en encontrar soluciones satisfactorias para la comunidad humana global, están sembrando la discordia y recurriendo sistemáticamente a la mentira para conseguir réditos a corto plazo. En ocasiones ni siquiera para beneficiar a sus países, sino a grupos privilegiados dentro de ellos.
Así que no podemos esperar que la solución venga de “arriba”. Ya tenemos suficientes tratados sobre los derechos humanos. También sobran los discursos bienintencionados, aunque es un signo preocupante que haya líderes que ya ni siquiera se esfuerzan en guardar las apariencias. Los presidentes de Brasil y Filipinas son buen ejemplo de ello.
Ya nos lo advirtió el expresidente checo Václav Havel: “Sin una revolución global en la esfera de la consciencia humana nada cambiará a mejor”.
Si no cambia la gente, no serán sus líderes quienes la guíen en este cambio de conciencia. Al contrario, solo la gente con pensamiento crítico y voluntad de ejercer su ciudadanía puede escoger líderes adecuados o al menos controlar su actuación.
No hay derechos sin obligaciones. Estamos acostumbrados a pedirle a los poderes públicos que cumplan con sus obligaciones. También requerimos a las empresas que tengan un comportamiento socialmente responsable. ¿Y qué hay de nuestras propias obligaciones como individuos?
Necesitamos que cada persona asuma su responsabilidad, que actúe con plena consciencia de sus actos. Por insignificantes que estos puedan parecer, como la elección de los productos que consumimos o en manos de quién dejamos nuestros ahorros, tienen una repercusión en su comunidad.
Hemos de revisar nuestra ética para adecuarla a la realidad actual. Ya no se puede buscar solo lo mejor para sí, para la familia, el municipio o el país. Todo lo que hacemos incide en otros lugares del planeta. Por tanto, hemos de conducir nuestra vida con una mira más amplia: la del bienestar de todas las personas que habitamos esta frágil y conflictiva aldea global.
Agustín Pérez,
Director de Ágora Social
agorasocial.com