La cacería
Sentado en el suelo, oculto tras unos matorrales, alcé tímidamente la cabeza para ampliar mi campo de visión. No vi rastro de ninguna presa, tampoco divisé a ninguno de mis compañeros, de los que me había separado hacía ya más de media hora. Sólo el graznido lejano de un pato perturbó el silencio.
El fusil que me asignaron en la entrada, un Lobáyev de fabricación rusa, pesaba como un demonio. Acaricié suavemente el gatillo y me levanté lentamente. Con cada paso que daba, mis pies se hundían un poco más en el barro.
Me temo que cuando regrese a casa, Sara no me dirigirá la palabra. Ella odia estas atracciones, no es que a mí me apasionasen, pero en la empresa se habían convertido en un ritual. De repente, sonó un disparo y, tras un breve aleteo, aquel pato dejó de graznar.
Me detuve, creí reconocer la voz de Leo, el programador italiano de la planta ocho, parecía celebrar una captura junto a otros compañeros. No se encontraban muy lejos, quizás a unos doscientos metros.
Repetí las tres reglas que nos habían transmitido en la entrada. Primera, nunca situarse a menos de diez metros de una presa. Segunda, rematar a las presas que aún permanecieran con vida. Y, tercera, y la más importante, no establecer nunca contacto con las presas. Corrían rumores de que un jugador había sido atacado en Londres, pero, después de indagar en la red, no encontré ninguna noticia que lo confirmase.
El recinto recreaba una pequeña ciudad bombardeada del este de Europa, lo había leído en un folleto mientras llegaba nuestro turno. Se trataba de un lugar que antiguamente llamaban Ucrania. Mi improvisado escondite se encontraba en el centro de una plaza rectangular, circundada por los restos de unos veinte edificios que habrían resistido la furia de las bombas. Unos anuncios publicitarios escritos en cirílico evocaban los ecos de un pasado rutilante. Sonaron varios disparos.
Estaba escondido tras unos matorrales que habían crecido alrededor de la estatua que adornaba la plaza, una figura de un militar construida en hierro, de la que se había apoderado la herrumbre.
De repente, noté una fuerte sacudida en la cabeza. Mi visión se volvió algo borrosa y quedé aturdido. Vislumbré una silueta corriendo. El rumor sobre el ataque de Londres me vino a la memoria. Algo había impactado cerca de mi frente, pero por centímetros había golpeado sobre el casco. Por primera vez, tuve miedo. Nadie me había comentado que esto podría pasar. Pensé que quizás fuese buena idea retirarme y regresar a la entrada, pero mis compañeros se burlarían de mí tachándome de cobarde. Además, si la presa se encontraba a tan sólo unos metros, incluso podría resultar peligroso. Siempre me quedaba la opción de utilizar el microtransmisor para avisar a los vigilantes. Lo acaricié y me tranquilicé.
Existía otra opción, pasar al ataque. Al fin y al cabo, la presa estaba indefensa, asustada y probablemente herida, y yo iba armado con un fusil y una pistola semiautomática. Me levanté apuntando con mi Lobáyev hacia la zona donde creía que se escondía. Caminé lentamente hacia los edificios centrales del ala este de la plaza, donde se encontraban los restos de una cafetería y junto a ella lo que en su día debió ser una tienda de electrónica. Todos los cristales estaban rotos. Avancé unos cinco metros. Respiraba aceleradamente. Un ruido casi imperceptible llegó del interior de la cafetería. La presa se escondía dentro.
Mientras avanzaba sigilosamente, sin separar el dedo del gatillo, no podía quitarme de la cabeza el rostro de Sara. Agradecí que no pudiera verme. Se avergonzaría de mí. Estaba muy comprometida con la lucha anticacerías e incluso estos meses se había significado como una combativa activista. Atravesé el marco de la puerta, apuntando con mi Lobáyev, y accedí al anterior de la cafetería. El corazón me latía apresuradamente y una gota de sudor recorrió mi espalda. El sol penetraba tímidamente a través de una decrépita persiana, dibujando una alfombra de líneas sobre el suelo. Había mesas y sillas tumbadas por el suelo. Un enorme retrato presidía la pared más grande, que estaba podrida por la humedad, quizás se trataba de un viejo líder político o alguna autoridad local.
De repente, una sombra se movió en la pared. Me giré rápidamente a mi izquierda y apunté a aquella zona. Podía escuchar su respiración. Quizá estuviera herida. ¿Dónde demonios se escondía?
Pisé unos cartones mugrientos y entonces la vi. Estudié su figura a través del punto de mira del Lobáyev. No tendría más de veinte años. Era una mujer rubia, con el pelo largo y rizado. Estaba aterrorizada. Un mono amarillo cubría lo que parecía ser un cuerpo joven y hermoso. La tenía frente a mí, a tiro, me encontraba a menos de diez metros, sabía que estaba incumpliendo las normas. Acaricié el gatillo con más fuerza, aunque temía que los nervios me traicionaran, debía esperar el momento oportuno. La presa se escondía bajo una mesa, indefensa, mientras lloraba cubriéndose la cara con ambas manos. Sus sollozos empezaron a martillear en mi cabeza, produciendo un eco que se repetía una y otra vez. Intenté disparar, pero no pude. Volví a intentarlo pero mi dedo índice parecía haberse paralizado. Me entraron unas irresistibles ganas de llorar. Bajé el fusil. Entonces ella se levantó, separando las manos de la cara. Bajo una espesa capa de grasa se ocultaba un rostro hermoso, con unos brillantes ojos azules y unos labios rosados que acentuaban su aspecto juvenil. Tendría unos dieciocho años, ni uno más. Sus ojos se clavaron en los míos. Ni siquiera el miedo a morir había sido capaz de minar su belleza. Una palabra ininteligible brotó de sus labios. La repitió varias veces, con una sorprendente tranquilidad. Me pareció rumano, o quizás búlgaro, no estaba seguro. Permanecimos así durante unos segundos interminables, uno frente al otro, la víctima frente a su verdugo, el cazador frente a su presa.
El primer país que legalizó las cacerías de seres humanos fue Rusia, en 2032. Durante los cinco años siguientes se sumaron a esta práctica Estados Unidos, Reino Unido, Francia, México, Sudáfrica o Alemania. En la actualidad, en 2042, las cacerías de seres humanos son una práctica habitual en todo el mundo. Sólo en un puñado de países como los Países Bajos y la Confederación Escandinava se consideran ilegales. En España se aprobaron en 2038. Las cacerías surgieron como un mecanismo para el control de la superpoblación, un problema que empezó a asfixiar sobre todo a las grandes metrópolis. Al principio comenzó como un hobby de las clases altas, pero poco a poco se fueron popularizando. Sólo en Eurasia habían sido asesinadas más de setecientas mil personas a lo largo del pasado año. Las víctimas eran inmigrantes en situación ilegal, en España, sus países de origen más frecuentes eran Rumanía, Marruecos, Colombia, Ecuador y Venezuela.
Me acordé de Sara. Activé el microtransmisor y, con la voz temblorosa, solicité que vinieran a recogerme. Nada me importaba la reacción de mis compañeros. Quería ayudarla a sobrevivir pero realmente no sabía cómo. Si la permitía huir, no tardarían más de una semana en implicarla en una nueva cacería. Era una mujer sin nombre, sin futuro, sin derecho a la vida, sin nada. Sólo podía mirarla, mientras ambos llorábamos en silencio.
Jesús Vázquez • Publicitario contracorriente, fundador de Materiagris • www.materiagris.es
Publicado en el nº 11 de la revista Ideas Imprescindibles