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La vida es un viaje

Viajar es un proceso de búsqueda interior. Por muy lejos que vayas siempre vas en busca de ti mismo. Tu equipaje son tus miedos, tu esperanza y tus cicatrices. Y en cada viaje las personas que se cruzan en tu camino están ahí para enseñarte una lección.

Pocas emociones son tan excitantes como enfundarte tu mochila y comenzar a caminar. Ese anhelo de libertad me ha llevado este verano hasta Indonesia, un país formado por más de 17.000 islas, donde habitan más de 255 millones de personas. Es el cuarto país más poblado del planeta y el primero en población musulmana. En el país coexisten cerca de 300 etnias nativas, con más de 700 idiomas y dialectos. Pero por encima de todo, Indonesia es un ejemplo de diversidad donde conviven religiones, razas y culturas.

El archipiélago indonesio ha sido desde hace miles de años una zona estratégica para el comercio mundial. Varios siglos antes de Cristo, su enclave atrajo a comerciantes chinos y sobre todo a los reinos hindúes, cuyas dinastías trajeron el budismo y el hinduismo. En el siglo VIII fueron los comerciantes musulmanes los que se instalaron en las islas e implantaron el Islam en la mayor parte del territorio. Más tarde llegaron los marinos portugueses y especialmente los holandeses, que colonizaron el archipiélago en el siglo XVI hasta la invasión japonesa en plena Segunda Guerra Mundial.

En 1949 Indonesia conquistó su independencia, a pesar de las profundas divisiones políticas y sociales, gracias al liderazgo de Sukarno, un líder carismático que gobernó el país durante veintidós años. Ese flujo de influencias, sumado a su singular orografía y a las numerosas etnias nativas que habitan indonesia desde tiempos prehistóricos, ha conformado un país donde la diversidad es la base de su identidad. Por algo el lema nacional de Indonesia es “Bhinneka Tunggal Ika” (“Unidad en la diversidad”).

Mientras visitaba los milenarios templos de Borobudur, el templo budista más grande del mundo, y Prambanan, un conjunto de más de 200 templos hindúes, me llegaban, a través de la intermitente WIFI de mi hotel de Yogyakarta, las primeras noticias sobre la crisis migratoria europea provocada por la huída desesperada de los refugiados sirios. Durante todo mi viaje no dejé de pensar en ellos. Su terrible odisea, cruzando mares y atravesando fronteras era un viaje hacia la vida, una búsqueda angustiosa de un lugar mejor para vivir. De alguna manera se creó una conexión entre su viaje y el mío. Cada noche intentaba seguir las noticias tanto en la CNN y la BBC como en Internet. Me desgarraba observar la reacción cicatera de los gobiernos europeos estableciendo cuotas de acogida mientras cada día perdían la vida decenas de personas. Y al mismo tiempo me conmovía el comportamiento de muchos ciudadanos que, de espaldas a sus gobiernos, recibían con los brazos abiertos la llegada de los refugiados sirios y estaban dispuestos a acogerles en sus hogares.

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Los rostros aterrorizados de los niños sirios, de sus padres, de los ancianos, se mezclaban cada día con las sonrisas de los indonesios que se iban cruzando por mi camino y comprendí que todos los seres humanos estamos conectados desde una única fuente, que todos los habitantes de este hermoso planeta, cuyas fronteras sólo existen en la imaginación de los hombres (nunca he visto una frontera desde un avión), estamos unidos por nuestro deseo común de vivir en paz y en libertad.

También fui consciente durante mi viaje de mi enorme suerte al haber nacido en un país occidental en un período de paz. Ni siquiera mis padres y mis abuelos tuvieron esa suerte.

Ojalá el viaje por la vida de los refugiados sirios les conduzca a un destino provechoso y puedan alcanzar la quietud que su patria y algunos gobernantes europeos les deniegan. Como he aprendido en Indonesia, la diversidad nos une.

Jesús Vázquez • Director Creativo de Materiagris